Posted by : Vaig a Peu sábado, 16 de abril de 2016

Algo tiene el Titicaca. Algo que despierta sensaciones irracionales, de misterio; inquietante en ocasiones y, otras, de una relajante placidez. Uno de esos lugares que forman parte de la mítica del viaje. El intenso azul oscuro de su superficie atrae a los viajeros, llegados desde los confines del planeta, al tiempo que los atemoriza. Sobre todo al conocer que en determinadas zonas los fondos se encuentran a más de 280 metros bajo las aguas. También por el hecho de que navegar a casi 4.000 metros de altura es algo que, a buen seguro, debe ir en contra de la naturaleza humana… La realidad, como tantas veces ocurre, contradice el sentido común, y lo cierto es que el lago, compartido por Perú y Bolivia, es uno de los principales reclamos turísticos de ambos países. Un lugar de inconfundible estética, cultura y gastronomía andinas, por el que navegan hoy, como hace miles de años, los caballitos de totora, pequeñas embarcaciones confeccionadas con las hojas y tallos de ese junco, muy común en las zonas lacustres y pantanosas de América del Sur. Esa misma planta es la base de otra de las particularidades del lago: las islas artificiales realizadas por los uros, comunidad indígena que hasta mediados del pasado siglo interactuaba con el lago en una prodigiosa armonía. Cuando se desembarca en una de estas islas se tiene una extraña sensación, como de estar caminando sobre un mullido colchón vegetal. Muchos las denominan islas flotantes, aunque la realidad es que están bien asentadas sobre el fondo del lago. Eso sí, las auténticas están del lado peruano, en Bolivia se han construido algunas desde 2007 con fines turísticos. Convendría exponer algunos datos para comprender la importancia y singularidad del Titicaca en este entorno de alta montaña; su longitud máxima es de 204 kilómetros por 65 de anchura, con una superficie de más de 8.500 kilómetros cuadrados, variable en función de las estaciones y los aportes hídricos, que se concentran, sobre todo, durante los meses de enero a marzo. Tiene un perímetro costero de 1.125 kilómetros y el volumen de agua alcanza los 890 kilómetros cúbicos. Agua que alimenta a numerosas plantas autóctonas, como las 21 especies acuáticas y semiacuáticas, incluida la ya mencionada totora –que ocupa el 70 por ciento de la superficie de la Reserva Nacional en Perú–, la yana llacho (que se usa habitualmente en los acuarios), la purima y la lenteja de agua. En el lago abrevan numerosos animales, entre los que destacan varias especies de camélidos, como la llama, la vicuña y la alpaca, cuyes –roedor muy representativo de la Cordillera Andina– y zorros. También aves como la parihuana (o flamenco andino) y ánsares, como la guayata, distintas especies de patos y zambullidores, además de la garza blanca grande, la gaviota alpina y el cóndor. Comparten hábitat con diversas especies de anfibios, como la rana gigante del Titicaca, y de reptiles, como los diferentes tipos de lagartijas. Muchos de los animales se alimentan de la variada fauna íctica, con peces como el suche, el carachi, la trucha y el pejerrey, aunque estos dos últimos hayan llegado hasta aquí de la mano del hombre.


Dejamos el Cusco y nuestro bonito hotel Munay Wasi. Ayer fue una jornada entera de viaje en autobús, pero bien organizada. A la hora indicada nos vinieron a recoger para trasladarnos a la estación con destino a Puno en el Incaexpress, con guía hispano y una señorita que servía bebidas calientes.


Durante el recorrido fuimos parando para visitar los atractivos que se encuentran en ruta. Nos detuvimos en la Capilla de Andahuaylillas, cruzamos por el puente colgante Inca, en el Templo Pre Inca de Racchi, comida incluida en Sicuani, contemplamos los nevados en Abra la Raya y visitamos el pequeño museo de Pukara.

Hoy, instalados en nuestro nuevo hotel Casa Andina Classic Puno, después del desayuno nos han recogido para llevarnos al puerto del Lago Titicaca para trasladarnos en canoa a las Islas de los Uros y más tarde a la Isla Taquile donde comeremos. Hoy tenemos jornada marítima a más de 3.800 metros de altitud.

Nuestra lancha motora, de aspecto deportivo y confortables asientos, tiene capacidad para unas 25 personas y guía nativo. Partimos del puerto rumbo a las islas artificiales de los Uros; hace un esplendido día y las aguas del lago tienen un intenso color azulado. Será un viaje de unos 30 minutos.


Mirando hacia atrás vemos en la orilla del lago las edificaciones de Puno hacinadas en las laderas de las montañas. Entramos en una especie de canal flanqueado por plantas de totora donde nos cruzamos con otras lanchas que vuelven, quizás las que dan servicio de provisiones y transporte a los Uros, habitantes de estas islas.

A la llegada a las islas nos detenemos en una especie de control donde el Kamisaraki, alcalde del lugar, decide en qué isla vamos a ser recibidos. Desde hace años los Uros se auto gestionan en comunidad para que todas las familias reciban aproximadamente el mismo número de turistas y vendan sus artesanías.


Una vez decidida la familia que nos corresponde, nuestra canoa se dirige a su isla. A ritmo pausado, bordeando las demás islas a las que van llegando otras canoas. Comenzamos a ver algunas cabañas o casas hechas con palos y totora, así como, los primeros caballitos de totora como llaman a sus embarcaciones.


Al desembarcar somos recibidos por el jefe familiar y nos sentamos sobre troncos alrededor de unas cabañas. Es una rara sensación caminar sobre la totora seca. El guía hace una introducción delante de un bloque de tierra y raíces de totora, para que veamos que las islas no son flotantes; los Uros cortan la totora y viven sobre ella.


Con los tallos de la totora fabrican sus cabañas y sus embarcaciones, pero también consumen sus tallos más tiernos, de color blanco que nos dan aprobar, con un sabor bastante dulce. El Kamisaraki nos relata cómo viven; de solteros en una simple embarcación, de recién casados le añaden  una pequeña cabaña, hasta que la comunidad les construye una en la isla.


Leímos algo sobre los niños, no quieren que les den golosinas, por lo que nosotros compramos lápices de colores que Susi les iba dando, consiguiendo grandes sonrisas. La mayoría de niños estaban en brazos de sus madres, otros apenas caminaban y no tenían edad escolar.


También nos mostraron en un cuenco grande de barro la diversidad de pescados que pescan en el Lago Titicaca, son de tamaño pequeño pero muy variados. La carne la consumen de las aves que cazan y luego desecan al sol. Nos muestran las coloridas prendas con escenas cotidianas que tejen las mujeres.


Luego, embarcamos en uno de sus caballitos de totora manejado a golpe de remo y damos un breve pero relajante paseo por las aguas del lago, pasando cerca de otras islas. Aunque hay nubes de evolución, el día es precioso y las islas resaltan en el azul intenso de las aguas.


Al regreso las mujeres han preparado sus puestos para exponer sus artesanías, cada familia tiene las suyas y se distinguen por pequeños matices que aportan cada una. Poco a poco nos vamos reagrupando para embarcar de nuevo en nuestra lancha y volvemos a surcar el Mar de los Andes con destino a la Isla de Taquile.


La isla de Taquile recoge la mayor cantidad de tures autóctonos, ya que sus habitantes organizan y administran personalmente todo lo relacionado al turismo de su isla, acogiendo en sus propias casas a los visitantes, a modo de preservar sus milenarias costumbres. En el embarcadero hay un pequeño control.

En ella habitan alrededor de 350 familias, las que siguen estrictamente las costumbres incas, en donde los tres preceptos más importantes del imperio continúan vigentes como ley: No robes, no seas holgazán y no mientas. En esta isla se pueden apreciar ruinas incaicas y sus pobladores, personas muy hospitalarias y alegres, organizan paseos y excursiones especiales a los turistas del lugar.

Vamos subiendo por un empinado camino, ancho y bien cuidado, entre casas y algunas huertas. Hay que subir muy despacio, volvemos a estar cerca de los 4.000 metros de altitud. Nos adelantan habitantes de la isla cargados con enormes cestas. Dentro de la isla no existen medios de transporte moderno.


Al borde del camino hay algunos niños exponiendo las artesanías de la isla, sobretodo en tejidos. Como en la isla de los Uros, Susi va repartiendo lápices de colores que tímidamente agradecen. Alcanzamos la parte superior, donde más casas hay edificadas y las terrazas agrícolas son extensas.











Tienen una gran plaza rodeada de edificios, un restaurante y un almacén de artesanía tejida en el que se puede subir a la terraza con buenas vistas; también un poste con paletas y las distancias en kilómetros a muchas capitales del mundo. Marchamos hacia nuestro restaurante.

Todos los restaurantes pertenecen a la comunidad y cada semana son regentados por una familia, de manera que todos participan y tienen las mismas oportunidades. El nuestro está en la ladera de la sierra mirando al Lago Titicaca, que siempre nos parece el mar, tal es su grandiosidad.

Tenemos preparada bajo unos toldos, una extensa y alargada mesa para todos los comensales. Nos sirven primorosamente, caldo de verduras, arroz, quinua, papas, ensaladas, pescado, todo producido en la isla. Mientras comemos, los miembros más jóvenes de la familia, amenizan con bailes y danzas.


Nos muestran cómo tejen sus coloridos tejidos y tras los postres y las infusiones nos invitan a participar en algunas de sus danzas. Comenzamos a desfilar hacia el embarcadero por camino distinto al de subida, y como es lógico con un fuerte desnivel de bajada entre terrazas y bancales.

Con hermosas vistas al Mar de los Andes, llegamos al embarcadero y nuestra lancha, que en media hora nos deja de nuevo en Puno. Nos trasladan a nuestro hotel. Descanso recordando la colorida visita de hoy, y la inmensidad del Lago Titicaca. Buena ducha y salimos a buscar restaurante para la cena.


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